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22 abril, 2025

El chantaje moral del golpe de Estado a los críticos de todo oficialismo

Desde hace años, en la Argentina, los críticos del oficialismo (cualquiera sea el color político del gobierno) padecemos un molesto chantaje moral. El chantaje asume, típicamente, esta forma: si somos demasiado críticos, eso significa que queremos que se vaya el gobierno, y si queremos que se vaya el gobierno, eso significa que defendemos un golpe de Estado. Como todos sabemos lo que significa, en la Argentina, un golpe de Estado, la acusación quiere ser demoledora. Básicamente, lo que se pretende es disciplinarnos: que, tranquilos, nos aguantemos cuatro años más, hasta que llegue el momento de cambiar al gobierno. Frente al kirchnerismo, éramos “destituyentes”, y ahora miembros del “club del helicóptero”. La búsqueda es la misma: la oposición en silencio.

Las acusaciones de “Golpismo”Alfredo Sábat

Contra dicha maniobra extorsiva cabría responder, en primer lugar, que ella depende de una visión paupérrima de la democracia, que la reduce al sufragio: democracia como aquello que ocurre un domingo, cada cuatro años. Todo lo demás resulta un exceso. Por eso nos decían “si se quiere oponer, forme su propio partido político y gane las próximas elecciones.” Contra esta postura reduccionista hay que repetir, entonces, que la democracia es otra cosa: lo que pasa entre elección y elección, durante esos cuatro años.

Un segundo argumento importante, contra los profetas del chantaje moral, es el siguiente: la mayoría de las democracias occidentales tienen sistemas parlamentarios (en Europa, 38 de 50 estados; en América Latina, una decena de países), donde la “caída” del gobierno, cuando pierde apoyo legislativo, es vista como una práctica saludable y común, y, de ningún modo, como un cataclismo político vinculado con los golpes de Estado. En los sistemas parlamentarios, el gobierno es elegido por el Parlamento, y es políticamente responsable frente a éste. Por eso, cuando los legisladores le retiran apoyo y “provocan su caída”, no hay nada de qué alarmarse: se trata del común ejercicio de un sistema constitucional que funciona a pleno. Esta flexibilidad parlamentaria se halla en la esencia de un esquema constitucional organizado de un modo democrático, donde la Constitución ayuda (en lugar de resistir o tornar imposible) a la “caída” y cambio de gobierno, cuando el elenco en el poder perdió apoyo público: la Constitución sirve a eso.

Frente a lo dicho, por supuesto, hay una respuesta boba y veloz, adecuada para estos tiempos. Ella aparece cuando, con suficiencia, se nos dice: “¡Nosotros tenemos un sistema presidencialista, no parlamentario!”. Cabe responder aquí a la cuestión de fondo; pero antes, por qué esta respuesta resulta “boba”. Lo es porque pretende hacernos creer que una práctica que en los sistemas parlamentarios expone la dignidad del sistema (el desafío al poder político, capaz de provocar la “caída” del gobierno, y su reemplazo), en el presidencialismo debe ser considerada indigna, e implicar militares en el poder, desapariciones y tortura. Un sinsentido completo.

Vayamos, de cualquier forma, a la cuestión de fondo. Ante todo: que el presidencialismo sea un sistema rígido, con mandatos fijos, sin “válvulas de escape” (como el primer ministro en el parlamentarismo, que funciona como “fusible” en la crisis), y que genere dinámicas de “suma cero” entre oficialismo y oposición, no nos habla de los méritos o cualidades del sistema presidencial, sino de sus patologías. Durante décadas, desde las ciencias políticas y jurídicas se propuso remediar dichos graves problemas a través de cambios constitucionales. Por eso en América Latina, donde se encuentran los últimos reductos del presidencialismo fuerte –dinosaurios en extinción, pero todavía vivos– todas las reformas constitucionales de fines del siglo xx se anunciaron, prioritariamente, como orientadas a dotar al presidencialismo de la flexibilidad de la que carecía. En el sistema presidencial de Perú, por ejemplo (donde existe una figura análoga a la de primer ministro), la constitución faculta al presidente a disolver el Congreso, si éste lo censura o le niega su confianza a dos Consejos de Ministros. En Ecuador, la constitución de 2008 diseñó un mecanismo de “muerte cruzada,” que le permite al presidente disolver la Asamblea Nacional, obligándolo a la vez a hacer un llamado a elecciones (lo que le permite a la ciudadanía reemplazar al presidente). Las nuevas constituciones de Venezuela y Bolivia incorporaron el derecho ciudadano de “revocatoria de mandatos”, que autoriza a los electores a buscar la remoción del presidente, antes de la finalización de su período de gobierno. Se trata, en todos los casos, de diseños institucionales –muy imperfectos– orientados a “curar” el “talón de Aquiles” del presidencialismo: la falta de flexibilidad del sistema, y su dificultad para reaccionar frente a las demandas ciudadanas de cambio. La conciencia institucional extendida muestra un acuerdo claro: tiene que ser posible, en caso de tornarse necesaria, la “caída” del gobierno y su recambio, antes de finalizado el mandato.

La reforma argentina de 1994 no fue la excepción en esa común búsqueda latinoamericana, dirigida a dejar atrás al viejo presidencialismo. Aquí también se procuró, de manera imperfecta, moderar el presidencialismo y flexibilizarlo. Las (defectuosas) soluciones adoptadas en el 94 sumaron (frente a las viejas figuras como la del juicio político), la reducción del mandato presidencial de 6 a 4 años; la creación del cargo de jefe de Gabinete; la restricción de la facultad del Ejecutivo para legislar vía decretos (art.99 inc.3); nuevas y graves inhabilitaciones para funcionarios corruptos (art. 36); renovadas formas de participación ciudadana (arts. 39 y 40), etc. Es decir: aquí también se entendió que el presidencialismo debía virar en dirección hacia un sistema de poder menos concentrado, y más sensible hacia los cambios de opinión ciudadana.

Sin embargo, y a partir del obvio (auto)interés de la clase dirigente, esa Constitución, que empezó a andar el camino de la democratización del sistema, fue interpretada y puesta en práctica en la dirección exactamente contraria: sin buenas razones, de modo contundente y en todos los casos. Entonces, la figura del jefe de Gabinete se diluyó en la intrascendencia (ningún opositor se ve incentivado a buscar ese cargo en situaciones de crisis); los decretos presidenciales comenzaron a funcionar conforme a su excepción, antes que a su regla (hoy los decretos resultan fáciles de emitir y son virtualmente inderogables); las limitaciones impuestas sobre los poderes presidenciales pasaron a leerse como permisiones (así, en el escandaloso intento de designar jueces de la Corte por decreto, defendido por nuestros autoritarios schmittianos); y el propio Congreso se ocupó de condenar a la irrelevancia a las nuevas formas de participación popular.

Una primera respuesta o reacción democrática, frente a tales injustificadas transformaciones, sería la de dejar de interpretar la Constitución como si ella autorizara la peor versión, y la más extrema, de todo lo que se propuso impedir. Más que adoptar una interpretación constitucional novedosa, tenemos que abandonar la lectura ridícula, que hoy predomina. Necesitamos volver a entender a la Constitución del 94 como lo que en realidad fue: una reforma orientada a democratizar y flexibilizar el antiguo ordenamiento. Y sobre todo, y junto a todo el pensamiento democrático moderno: no aceptar más el chantaje moral que nos proponen. No lo olvidemos: bregar porque el gobierno cambie radicalmente, en la orientación de sus políticas, y aun en la composición de sus principales cargos, es un modo de recuperar el contenido democrático de la Constitución, de cualquier constitución. Eso, aunque los viejos conservadores de nuestro tiempo quieran convencernos de lo opuesto.

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