El sistema de partidos es esencial en la democracia republicana, ya que, en teoría, estos expresan y articulan intereses, expectativas y necesidades de los diferentes sectores sociales. En la Argentina ese sistema atraviesa desde hace años una descomposición cuyo resultado se ve en las deplorables imágenes que exhiben hoy partidos que supieron ser representativos. El PRO con una obsecuente impotencia que, perdidos la identidad y el norte, lo lleva a postrarse a los pies de un oficialismo que le saca todo sin darle nada, en un juego sadomasoquista por momentos obsceno. Los diferentes fragmentos del radicalismo, que hoy no representa a casi nadie, deambulan agónicamente como zombis que murmuran en un idioma inentendible. El peronismo convertido en una caricatura de sí mismo, convencido de que el pasado es el futuro y de que podrá arribar a él sin rendir cuentas por las tropelías, los estropicios y los desfalcos cometidos en sus tiempos de poder. Ante esa desintegración se planta el recién nacido partido oficialista, que parece la versión política local de la Corte de los Milagros, como llamó Víctor Hugo (autor de la inmortal Los Miserables y de Nuestra Señora de París) a ese enorme y degradado sector de la capital francesa que, en el siglo XVII, durante el reinado de Luis XIV, evidenciaba la decrepitud de una sociedad. Un lugar que el escritor e historiador catalán Josep Reixach Sadurní describe como un barrio “que tenía sus propias leyes, su propio argot e incluso su propio ‘gobierno’ y en el que nadie se atrevía a entrar”.
Así las cosas, la ciudadanía yace huérfana de representatividad, al punto que la deserción electoral en los últimos comicios legislativos en provincias y en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires alcanzaron récords de deserción y, considerados los porcentajes de votos de los respectivos ganadores en relación con el padrón electoral general, estos apenas si se representan a sí mismos y muy poco más. Con los partidos diluyéndose con pena y sin gloria en una endogamia patológica y el oficialismo autocelebrándose en un juego de narcisismo, mesianismo e intolerancia que practica de espalda a los problemas profundos de la sociedad, pareciera que todo está perdido. “A medida que los problemas se agravan, los políticos se alejan cada vez más de los ciudadanos”, advertía Juan José Sebreli en El Malestar de la Política.
Las sociedades pueden transformarse, pero no mueren. Son organismos vivos
Esto no les gusta a los autoritarios
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Sin embargo, las sociedades pueden transformarse, pero no mueren. Son organismos vivos que, como tales, tienden a vivir, valga la redundancia, y a moverse en función de esa supervivencia, como los árboles que crecen en busca de la luz. En las últimas semanas este fenómeno empezó a observarse. Los médicos y trabajadores del Garrahan, los jubilados, los colectivos de mujeres y de discapacitados, los científicos del Conicet, ciudadanos comunes en las redes, además de otros sectores, comenzaron a poner coto a la indignidad de una política de ajuste y arrasamiento salvaje, indiferente a las consecuencias de medidas y decisiones que benefician a pocos (los de siempre, los de las “castas” económicas, empresariales y políticas denostadas de palabra y beneficiadas de hecho) y perjudican a muchos. Súmese a eso que, según la consultora Atlas Intel, cuyas cifras suelen ser las que mejor reflejan la realidad, un 65% de argentinos aseguran que la situación económica es mala. Y que, de acuerdo con un estudio del Centro de Investigación en Finanzas (CIF) de la Universidad Torcuato Di Tella, para la gente en la calle la inflación real fue en mayo del 4, 23%. Una cifra de la realidad, la que se siente en los bolsillos, alejada de los habituales dibujos del Indec. Los partidos no están, el Gobierno se divierte, mientras en lo profundo de la sociedad algo se despereza.
*Escritor y periodista.
