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21 junio, 2025

Quién estoy siendo yo para que otros no brillen?

A veces nos preguntamos cómo se cambia el mundo entero. Nos detenemos, miramos la inmensidad de los desafíos -sociales, ecológicos, espirituales- y sentimos que es imposible. Que nuestros pequeños actos no alcanzan. Que somos demasiado pocos. Que no hay manera.

Pero quizás no es tan imposible como creemos.

Tal vez lo que ocurre es que no entendemos aún el verdadero poder de lo pequeño cuando se multiplica. No comprendemos la fuerza silenciosa de lo exponencial.

Cuenta una antigua leyenda que un sabio creó un juego de estrategia: el ajedrez. Fascinado por su inteligencia, el emperador le ofreció cualquier recompensa. El sabio pidió algo modesto: que se le pagara con granos de trigo, comenzando con uno por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera… y así en cada una de las 64. Casilleros.

El emperador, divertido por la humildad del pedido, aceptó de inmediato. Pero pronto los matemáticos del reino le revelaron la verdad: la cantidad total de granos de trigo era tan descomunal, que no existía en todo el imperio, ni en el mundo, suficientes para cubrirla.

Lo que parecía poco, era en realidad inmenso.

No es una historia sobre ajedrez, ni sobre trigo. Es una historia sobre lo que no vemos: cómo algo minúsculo puede crecer más allá de lo imaginable si se repite con constancia, si se expande, si se mantiene.

Tal vez cambiar el mundo no comienza con un ejército, una revolución o un gran plan. Tal vez empieza como ese primer grano sobre una casilla vacía.

Y lo demás… viene solo.

¿Cuántos ojos brillantes hay a tu alrededor?

La cuenta la pagan los nietos

A veces, una simple pregunta puede sacudirnos por dentro. No se trata de cuánto ganamos, qué cargos ocupamos o qué metas alcanzamos, sino de algo mucho más sutil y profundo: ¿Cuántas personas a tu alrededor brillan porque vos estuviste presente en sus vidas?

Originario de Buckinghamshire, Inglaterra, Benjamin Zander ha sido director de la Filarmónica de Boston. Reconocido mundialmente como compositor de música clásica y conferencista sobre liderazgo, ha utilizado la música como un canal para inspirar a miles de personas, infundiéndoles alegría, armonía y sentido. En su inolvidable charla TED de junio de 2008, compartió reflexiones profundas y transformadoras:

“Les voy a contar una experiencia que cambió mi vida. Tenía 45 años, llevaba más de dos décadas dirigiendo orquestas, cuando de pronto me di cuenta de algo asombroso: el director de una orquesta no produce ningún sonido. Aparezco en la portada de los discos, mi nombre está en los programas, pero el director en sí… no emite ni una nota. Todo su poder depende de su capacidad de hacer poderosos a los demás.

Todo pasa ¿Cómo devolverle la sonrisa al rey?

Ese descubrimiento lo cambió todo para mí. Fue un punto de inflexión. La gente de mi orquesta me decía: ‘Ben, ¿qué te pasó?’. Y esto fue lo que me pasó: entendí que mi verdadero trabajo era despertar la posibilidad en los otros.

Y claro, quería saber si lo estaba logrando. ¿Cómo saberlo?

Mirando sus ojos. Si sus ojos brillan, sé que lo estoy haciendo bien. Si no brillan, entonces me hago una sola pregunta: ‘¿Quién estoy siendo yo, para que los ojos de mis músicos no brillen?’

Podemos hacer lo mismo con nuestros hijos: ‘¿Quién estoy siendo yo, para que los ojos de mis hijos no brillen?’

Esa pregunta abre la puerta a otro mundo por completo. Para mí, el éxito se define de una manera muy simple. No tiene que ver con riqueza, fama ni poder. Se trata de esto: ¿cuántos ojos brillantes tengo a mi alrededor?”

Pero Benjamin Zander no terminó allí. Tenía un pensamiento aún más conmovedor para compartir: Quiero dejarles una última idea: las palabras que decimos realmente hacen una diferencia. Lo aprendí de una mujer que sobrevivió a Auschwitz, una de las pocas que logró salir con vida.

Fue deportada cuando tenía apenas 15 años. Su hermano menor, de ocho, viajaba con ella. Habían perdido a sus padres. ‘Íbamos en el tren rumbo a Auschwitz’, me contó. ‘Miré hacia abajo y vi que mi hermano no tenía sus zapatos. Entonces le dije: “¿Por qué eres tan tonto? ¿Por qué no puedes cuidar tus cosas, por el amor de Dios?”’.

Fue lo que cualquier hermana mayor podría decirle a un hermano pequeño. Pero esas palabras fueron lo último que le dijo, porque nunca volvió a verlo. Él no sobrevivió.

Cuando ella salió del campo, hizo una promesa: ‘Me juré a mí misma que nunca volvería a decir algo que no pudiera ser la última cosa que diga’. ¿Es posible vivir así? No siempre. Todos cometemos errores, y los demás también. Pero es un ideal dentro del cual podemos intentar vivir”.

Son palabras que deberían resonar en lo más profundo de nuestro ser: “Nunca digas nada que no pueda ser lo último que digas”.

¿Qué tan distintas serían nuestras conversaciones si cada palabra que dijéramos fuera medida con esta vara? ¿Cuántas personas cruzamos en el camino —en la calle, en una tienda, en la escuela— que quizás nunca volvamos a ver? Y si ese encuentro casual fuera el último ¿Qué elegiríamos decir?

También en nuestros hogares, con nuestros hijos. Llegamos cansados, vemos desorden, y a veces reaccionamos con enojo. Pero si esas fueran las últimas palabras que les dijéramos… ¿Serían las que quisiéramos dejarles como legado? Esa es, tal vez, la pregunta de todas las preguntas.

Más que nuestras palabras, a veces es nuestro silencio, o nuestras frases elegidas con ternura y conciencia, lo que puede encender el brillo en los ojos de quienes nos rodean. Ese brillo que revela el potencial, la posibilidad, la chispa de lo que puede ser.

La batuta está en nuestras manos. Y con ella, la posibilidad de hacer que otros brillen como nunca. Empezando por nuestros seres más cercanos exponencialmente haciendo brillar todo el mundo.

Buen fin de semana.

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