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Buenos Aires
31 octubre, 2024

Mundos íntimos. Me jubilé en abril. Sé que tendré más tiempo libre, pero también que me acerco a la última estación.

Toca el timbre y salgo de la escuela como de abajo del agua. Busco aire en la vereda, aunque no es aire lo que me falta. Hay algo indeterminado que me ahoga. Parece un ataque de pánico. No voy a darle importancia. No hoy, justo mi último día de trabajo.

No me quedo en la entrada porque no tengo ganas de hablar con nadie. Cruzo y desde enfrente miro el edificio. Asoma la de Historia, que aprovecha los recreos para fumar.

Me muevo hasta la esquina para no tener que hablar. Desde allá veo que el de Plástica se le acerca con un vaso de café comprado en el kiosco. Se acerca como en cámara rápida, pendulando los hombros en cada tranco. Un sobretodo peludo lo defiende del frío. Los miro charlar. Tomo conciencia de que este recreo de veinte minutos es el último que voy a tener en mi vida de trabajador activo. Llevo en el bolsillo y desde hace una semana el mail impreso del ministerio que dice que a partir de mañana -a mis 62 años- voy a estar jubilado. En papel es menos irreal. No quiero que se desvanezca. Tener la resolución oficial en el bolsillo la hace más indiscutible. Es como una prueba oficial. Esperé este momento durante años. Último día. Dos horitas más y listo: jubileo.

Aula. El autor y sus vivencias. Un alumno de Marcelo Vallejos, al leer un cuento de Cortázar, entendió que los finales son distintos a lo supuesto.Aula. El autor y sus vivencias. Un alumno de Marcelo Vallejos, al leer un cuento de Cortázar, entendió que los finales son distintos a lo supuesto.Me doy cuenta de que jubilarse obliga a mirar para atrás y a pasar la vida en limpio. A lo mejor porque es conmocionante como un casamiento, o como la muerte de un ser querido, en el sentido de que a partir de ese momento cambia un eje, es algo ontológico: de alguna manera se es otro, se empieza a ser otro.

Debe ser así porque me viene a la cabeza una imagen de mi viejo, despidiéndome en la estación del tren del pueblo. Es muy extraño. Casi fuera de lugar tener ahora esa imagen en la cabeza. No es que en esa foto mental estuviera solo él, porque ahí estaba toda la familia, pero se me viene de la memoria la imagen de él, recortada, solo, levantando desde el andén su mano, abierta para mí como una bandera.

No sé cuánto tiempo hace de aquella tarde en la que me fui de Punta Alta. Ya ni la estación de tren existe. Es una imagen inexplicable porque no tiene relación con lo que está pasando, murió hace mucho y casi nunca pienso en él. Y sin embargo en este momento lo tengo en el centro de la mente. Será porque falleció justo antes de que me recibiera. O porque tal vez me hubiera gustado tener tiempo para demostrarle que la literatura sí llevaba hacia algún lugar. O a lo mejor no quería demostrarle nada, y solo me hubiera gustado hablar con él, contarle de este miedo tonto que ahora me palpita en el pecho.

Era herrero de profesión, mi viejo. Pero se había especializado en soldaduras. Soldaba calderas de barcos. Tenía las manos anchas como palas, duras y ásperas, porque no quería usar guantes. Decía que no sentía los materiales. Se levantaba a las cuatro de la mañana y a las cinco ya salía para su taller. Con los ojos carnosos por el sueño, se paraba en la puerta de mi habitación, a esa hora de la madrugada, se recostaba contra el marco, apoyaba el brazo extendido en el contramarco, me veía leyendo y me decía: “¿siempre perdiendo el tiempo, vos?” No podía entender qué encontraba yo en la literatura.

Creo que me hubiera perdonado que leyera algún libro de medicina, o algo que me llevara con el tiempo hasta algún juzgado como profesional letrado. Pero quedarse despierto hasta las cuatro para leer literatura… Para él lo que se hiciera tenía que redituar algo tangible, algún provecho, obtener de cualquier esfuerzo alguna ventaja. Eso era para él hacer algo que valiera la pena. Me hubiera gustado tener tiempo para mostrarle que había otros modos de entender el mundo, mostrarle que, en adelante y de otra manera, yo también iba a hacer de mi vida algo que valiera la pena.

Aunque, para ser sincero y mirado a la distancia, ni siquiera sé si valió la pena. Fue mucho el esfuerzo no valorado, mucho tiempo entrando y saliendo por esas mismas puertas. Un lunes, un jueves, un viernes como hoy. Semana tras semana, durante años. Inviernos o veranos calcinantes atravesados con la conciencia adormecida por la costumbre, con la indignación domada por la obligación del sueldo.

Miro la fachada de la escuela y me parece que la descubriera recién ahora. El frente recién pintado de azul y blanco, la bandera colgando junto a la puerta, mustia, aunado el blanco y el celeste por un gris igualitario. Parece un trapo.

Tuve doscientos, trescientos adolescentes cada año, durante décadas. ¿Qué número de alumnos da eso? ¿Qué espacio ocuparía esa gente si hoy se la reuniera? ¿Alguna palabra habrá germinado dentro de alguien? ¿Alguna lectura habrá quedado vibrando en la memoria de alguno?

Creo que no voy a despedirme. Los que hoy me llaman por el diminutivo, que me preguntan qué me pasó que llegué tarde o por qué no vine el jueves, los que me abrazan o que me saludan con afecto sincero y efímero van a olvidar en poco tiempo. Las caras y los nombres primero se mezclan, después se escurren juntos. Desaparecen, de la memoria y del mundo. Pero no todos, claro. Algunos quedan. O al menos a mí me quedaron, aunque no pueda recuperar todos los detalles.

Tengo nítida la cara de un chiquito del primer curso que tomé. Hace más de un cuarto de siglo de eso. Tendría él unos catorce. No más. Fernando, se llamaba. En ese tiempo “Fernando” no era todavía un nombre de viejo. Tenía la cabeza cargada de rulos y estaba leyendo reconcentrado un cuento para todos, en voz alta. Leía bien, Fernando. No sé si era “La noche boca arriba”, de Cortázar, o alguno de esos cuentos clásicos con final inesperado.

No me acuerdo qué cuento era, pero tengo viva la imagen de su cara en el instante en que entiende, en el que se da cuenta de que todo lo que estuvo creyendo durante la lectura se le da vuelta. Me acuerdo de que, ahí, algo se le desorganizó en los gestos. Algo que se apoyaba en una especie de plataforma de felicidad. La mirada puesta en mí, pero vacía, aunque encendida por la dicha intransferible del descubrimiento. Después de esa epifanía que le hizo cortar una fracción de segundo la lectura y la respiración, volvió a bajar la cabeza y siguió leyendo. La revelación a Fernando se le había presentado dos o tres líneas antes del final. La lectura casi no sufrió interrupción. Las últimas líneas las leyó deleitándose, con una sonrisa iluminándole la boca.

Reconozco que quedan algunos recuerdos: caras, escenas, algún nombre. Pocos, en proporción a la cantidad de estudiantes por los que pasamos a lo largo de los años. Pero algunos quedan. Me acuerdo de una estudiante rusa que tuve en quinto. “María” se había bautizado ella misma para ahorrarnos el trabajo de pronunciar un nombre lleno de consonantes.

Enfrente, la de historia se ríe ahora de algún chiste que soltó el de Plástica. Buena gente, los dos. Ella ahora lleva el pucho entre los dedos extendidos hasta la boca, pita largo y después tira.

Un día María, la rusa que no conseguía aprender español, dejó de venir a clase cuando no pudo resolver dentro de ella la separación de sus padres. Casi no hablaba. O lo hacía únicamente si no había ningún compañero cerca. Siempre traté de imaginarme cómo debía sentir ella su dislocación, su desarraigo. María tan lejos de casa, tan sola, obligada a un paisaje tan diferente al de Moscú, a una temperatura que nunca debió imaginarse mientras caminaba enfundada en su campera de plumas por la orilla del Volga.

El de Plástica no tira el pucho todavía. Se le ven las ganas de seguir en la vereda un rato más. La de Historia mira para adentro, pero no se mueve.

Un banco atrás de donde se ubicaba María antes de que dejara de venir, se había sentado unos años antes Luisito, un prolífico escritor secreto de novelas de terror. Escribía a mano, Luis, con una letra diminuta que hacía que los renglones parecieran caminos de hormigas negras. Escribía corpulentas novelas en varios tomos y que cuidaba tan celosamente que en los recreos salía con la mochila puesta para poder custodiar los cuatro o cinco cuadernos Gloria de cien hojas en los que escribía sus historias. El gesto receloso y la mirada torva, oscura como las historias que llevaba en su mochila. Un día, cerca de fin de curso, algo cambió en él y dejó que un compañero leyera para todos, un capítulo de sus novelas.

¿Qué habrá sido de la vida de ellos? Fernando debe ser ya un hombre grande. No digamos viejo, pero ya debe andar por los cuarenta. Ni se debe acordar de aquella mañana lejana en que descubrió que la lectura puede deparar conmociones físicas ¿María habrá vuelto a Rusia? ¿Habrá superado el bloqueo que la detuvo? ¿Y Luis?

La de Historia ya entró. Ya debe ser la hora. No quiero mirar el reloj ni tampoco entrar. Me gustaría saltear este momento, pasarlo por arriba, cruzarlo por un puente imaginario y que de pronto fuera mañana.

Me doy cuenta de que con la idea de retiro llega otra en la que no había pensado: significa el arribo a la anteúltima estación. Siempre me figuré la vida como un viaje en tren. No sé de dónde me viene esa imagen. Vista en perspectiva, la vida es un viaje en el que compartimos, de estación en estación, un trayecto con otras personas. Cada uno hace su propio viaje, tiene su propio destino, pero compartimos tramos cortos o largos con gente que coincide con nosotros en el mismo vagón, una parte del trayecto.

De algún modo lo que hace la jubilación es ponerte a la vista que lo que queda del viaje es menos que lo que uno lleva viajado. Van quedando menos estaciones por recorrer. La siguiente puede que sea la “Roma Termini.” No es tan grave como parece, porque es algo que ya sabemos, pero tenerlo en foco es probablemente parte de la conmoción. En fin, habrá que aprender a vivir con esa sombra.

Ni un rayito de sol se cuela en la vereda. El frío cae sobre las cosas como una sábana húmeda. El de Plástica y la de Historia entran. Estoy seguro de que el timbre ya está por tocar. El ataque de pánico va cediendo. Las palpitaciones se aplacan. Respiro hondo. Me tranquilizo pensando que para mí la vida a partir de mañana va a ser una página en blanco. Pura posibilidad. Llega el momento de dejar de correr atrás del tiempo, o de pasarme una tarde entera leyendo en el bar que más me guste, o de visitar a mi amigo de Baradero un lunes, o un jueves. Ser sin tiempo.

Tal vez entre unos minutos retrasado. No cambia nada. Me lo van a perdonar, seguro. Algo todavía me estaquea en la esquina, me cuesta arrancar. Espero, mientras salgo de esta inmovilidad, que el semáforo cambie. Cruzo y me acerco entonces hasta la entrada. Espero al lado del árbol que nos va a sobrevivir a todos. Espero. Sobre los edificios de enfrente ahora parece que abre una resolana. Toca el timbre. A lo mejor la tarde se limpia.

Aspiro profundo, miro la puerta y entro. Fin del último recreo.

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Marcelo Álvaro Vallejos es docente y escritor. Fue profesor en Escuelas Medias de C.A.B.A. Fue profesor de Lingüística y de Análisis del discurso en el Mariano Acosta, donde también dictó Seminarios de Literatura Argentina. En 2022 publicó “Como un animal herido”, novela ganadora de la convocatoria de novela policial organizada por la editorial Final Abierto. En 2017 publicó “Bajo la luna negra”, novela ganadora del concurso Opera Prima de la Universidad Nacional de Moreno. Actualmente, coordina talleres de escritura. En su tiempo libre disfruta de los paseos con su compañera y su hijo o reunirse con amigos.

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