Emilio Alberto Narciande había sido cuarto en el Mundial de patín y ganador en el Sudamericano, pero tuvo que empezar la colimba: en un mes, sin instrucción militar, lo llevaron a las Islas.
02 de april 2024, 05:55hs
Emilio Alberto Narciande tenía un futuro prometedor en el patín: a sus 18 años ya había salido cuarto en el Mundial y había ganado los Juegos Sudamericanos. Sin embargo, el 8 de marzo de 1982 entró a hacer la colimba y en un mes, sin instrucción militar, fue a la Guerra de Malvinas.
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Para su familia, siempre fue Alberto. Para quienes lo conocieron después, Emilio: “Me dicen de las dos maneras, ya estoy acostumbrado. Respondo a los dos nombres”, aclara en un extenso diálogo con TN.
Su papá, Manuel, había sido campeón mundial de patín en 1966, en la primera edición disputada en la Argentina, más precisamente en Mar del Plata, la ciudad donde hasta el día de hoy viven los Narciande. Emilio tenía apenas tres años, pero recuerda: “Al poco tiempo ya me puse los patines y empecé a correr alrededor de la mesa”.
A partir de ahí, se convirtió en una verdadera promesa del deporte: ganó torneos locales primero y nacionales después. El apellido Narciande seguía corriendo en la pista, y en la calle, cada vez con mayor velocidad. En el Mundial 1979 de Como, Italia, salió octavo; en el de Nueva Zelanda ‘80, séptimo; en Bélgica ‘81, cuarto.
Era parte de la Selección argentina de patín, que solo le bancaba los viajes a los Mundiales; todo el resto siempre lo hizo a pulmón. Cuando volvió de Bélgica, fue a los Juegos Sudamericanos de Punta del Este, Uruguay. Ahí se coronó campeón y el futuro era auspicioso: en 1982 competiría en el Mundial de Patín de Mar del Plata e iba a poder seguir los pasos de su papá, coronándose de local.
1982: un antes y después en su vida
“El Mundial se iba a hacer acá en septiembre del ‘82 y arranqué la pretemporada sabiendo que debía incorporarme al Ejército en marzo, pero con la tranquilidad de que me iban a dar licencia de la colimba para entrenar y competir”, cuenta Emilio.
El 8 de marzo, Emilio Alberto Narciande comenzó el Servicio Militar Obligatorio. Un mes después, tuvo que despedirse de su familia para ir a una guerra, sin sentido como todas, pero con condiciones inhóspitas como ninguna.
Emilio se quiebra al teléfono, se escucha un sollozo y un silencio ensordecedor se apodera de la conversación hasta que lo rompe con valentía: “Fue duro, me despidió una tía a la que jamás había visto llorar. Yo era un chico recién recibido de la escuela y de pronto me fui a la guerra, con nula instrucción militar”.
La Guerra de Malvinas, una marca imborrable
Cuando parecía recuperarse, Emilio sucumbió nuevamente en el llanto: “Ahí tuve dos amigos que hoy son mis hermanos de la vida”. No puede seguir, pide disculpas, pero es demasiado grande como para rendirse. “En la primera posición, dormíamos abajo de la tierra, en un pozo que hicimos con una palita. Apenas teníamos una bolsa de dormir mojada, el frío era insoportable. A mí me salvó la vida haber entrenado desde chiquito y que tenía 18 años, con las hormonas a full”, describe.
Si cualquier guerra es inhumana, las condiciones la hacían aún más: “La primera vez que pude bañarme allá, habían pasado 23 días. Encontramos un tacho y no lo dudamos. Estábamos todos sucios, con un frío terrible; a unos metros había un charco escarchado”.
La segunda posición fue a 200 metros del aeropuerto, en el medio de la nada, cerca de la costa: “Ahí los bombardeos eran constantes porque querían inutilizar la pista”. Emilio se vuelve a quebrar: “Las emociones me pueden, pero lo agradezco. El día que no sienta, será porque habré dejado de estar vivo”.
“Hay tantas guerras como veteranos de guerra”, asegura el excombatiente marplatense. Y explica: “Aunque hayamos estado en el mismo lugar, la vivimos distinto. No es una cronología de que cayó una bomba acá y después allá, se mezclan los sentimientos”.
Emilio no olvida las primeras bombas y el terror que sentía al lado de su compañero: “No me acuerdo si él temblaba y a mí me sangraba la nariz o al revés, pero el miedo a morir era permanente, hasta que un día ya no sentí más miedo. Creo que es un proceso natural, un mecanismo de defensa; haciendo terapia muchísimos años después, entendí que perder el miedo a la muerte no es bueno porque te resbalan muchas cosas”.
La rendición: entre el alivio y el dolor
Cualquier guerra es cruda, el relato de Alberto también: “Las temperaturas eran bajo cero y los últimos días ya había empezado a nevar. Si hubiera durado más tiempo, habríamos muerto de frío o hambre. Al principio venía el camión de comida dos veces al día, después una y luego no vino más. Una noche yo estaba haciendo guardia, mis otros cinco compañeros estaban durmiendo en el pozo; vi un bulto y disparé. Nunca pensé que iba a tirar a matar, pero lo hice; por suerte resultó ser un caballo, que al otro día lo comimos porque no teníamos otra cosa”.
“Todo fue muy duro. En un momento pensábamos que era mejor volver sin una pierna que no volver y los últimos dos días no comimos”, remarca Emilio. Y subraya: “El día que nos rendimos, me dolió mucho. Nos dijeron que había que entregar las armas y fueron sentimientos encontrados: por un lado, el alivio de que se había terminado y nos volvíamos, pero también habíamos perdido y, más allá de mi espíritu competitivo, sentí que todo había sido en vano”.
“Los suboficiales argentinos estaquearon a compañeros, eso también fue muy grave. En la vuelta en el trasatlántico, ya como prisioneros de guerra, uno de ellos le hizo hacer cuerpo a tierra a un soldado y un inglés lo paró para defender al chico. Ellos nos trataron muy bien; nos hicieron revisar por médicos, nos dieron abrigos y comida. En ese buque tomé el mejor té con leche de mi vida, supongo que porque hacía mucho no tomaba”, resalta el excombatiente.
Emilio y el resto de los soldados volvieron al continente; hicieron Puerto Madryn, Buenos Aires, Palomar y de ahí se fueron a Constitución para regresar a Mar del Plata. Al llegar, vivió otro momento terrible: “Cuando bajé del tren, una chica se me acercó y me preguntó si había visto a un soldado. Él había fallecido hacía unos días, pero yo no se lo pude decir. Le contesté que no lo vi, no supe cómo responderle”.
El regreso: “La guerra me cagó la carrera y un poco la vida”
Por su desempeño en la Guerra de Malvinas, Emilio Alberto Narciande cobró 80 mil pesos que se los gastó enteramente en un buzo Topper para volver a entrenar. Sí, su entrega a la Patria fue recompensado con el valor de un abrigo no muy sofisticado.
“Volví de las Islas con 15 kilos menos. Cuando llegué, había perdido mucha masa muscular y recuperé el peso, pero era grasa. Igual seguí entrenando, rápidamente quise retomar mi rutina; la guerra me pegó después”, asegura Emilio.
El marplatense se puso los patines un mes después de finalizada la guerra. Corrió el selectivo para el Mundial y lo ganó, pero otra vez el Estado le pegó donde más le dolía: “Quedé primero, iba a ir al Mundial de Italia, pero nos dijeron que no había plata por todo el tema de la guerra, así que no fuimos”.
Sin embargo, no se rindió: “A fines de 1982 se hicieron los Juegos Odesur en Rosario y gané dos medallas de oro, otra vez campeón sudamericano. La Confederación Argentina de Patinaje nunca me dio un reconocimiento; es más, me pidieron que devolviera la camiseta con la que salí campeón. Me negué y me pusieron una amonestación”.
“En 1983 me empezó a pegar la postguerra. No quería entrenar ni competir; si entrás a una pista y te da lo mismo salir primero que cuarto, no tiene sentido. La guerra no solo me cagó la carrera deportiva, sino un poco la vida”, relata Emilio hasta que se le quiebra la voz nuevamente. Toma aire, respira y cierra: “El mayor orgullo de mi vida es haber formado una familia hace 35 años: tengo una esposa, dos hijos”.