Por supuesto que existe una historia del jabón; por aquí y por allá hay relatos, investigaciones sesudas, hallazgos arqueológicos, datos de su utilización en las antiguas Roma, China, Siria. Lo que dudosamente esté registrado es un momento no poco crucial: el día en que alguien jugueteó con la sustancia escurridiza del jabón y del agua entre las manos, tuvo la peregrina idea de soplar esa suerte de membrana translúcida y -¡maravilla- vio cómo se elevaba ante sus ojos la, quizás, primera pompa de la historia. A ese momento casual le debemos la alegría de infinitos momentos de infancia. Nada tan simple, tan económico, tan pleno de maravillas como la conjunción de un balde, jabón y el adminículo que sea (por caso, las propias manos) para crear esa magia pequeña que Lotte, la niña retratada en una plaza de Bonn, disfruta con cada centímetro de su cuerpo.