Hace 10 años, un sábado de marzo me bajé del colectivo en la ciudad de Córdoba a las 10 de la mañana. Iba con la idea clara de estudiar otra carrera, después de replantearme la que elegí a los 18. Puse un pie en la terminal y me robaron la billetera de mi bolsillo, en pocos minutos. Cuando me doy cuenta, me siento en un banco y llamo a mi mamá para avisarle que había llegado y que estaba bien. Le conté que me robaron y ella hizo el llamado para dar de baja mi tarjeta. Tenía 300 pesos en la billetera que no me importaban, pero esa billetera era un regalo de mi papá, adentro guardaba una foto suya (de un viejo DNI), con billetes de viajes que él me regalaba. Eran recuerdos compartidos que yo venía recolectando desde que se enfermó para sentirlo cerca.
Todo lo que pasó en el 2013 y 2014 es difícil de recuperar porque un golpe me dejó aturdida y no podía reaccionar a lo que estaba viviendo. Ese aturdimiento me quitó la lucidez y ciertamente veía todo desde afuera. A partir de ese momento, encontrar las palabras precisas se volvió mi tarea necesaria para narrarme los hechos e ir afrontándolos.
En agosto de 2013, mi papá se desmayó en el trabajo y ahí empezó la deriva de consultas médicas, estudios, viajes, diagnósticos errados, hasta que un doctor en Buenos Aires le dijo que tenía cáncer y le quedaban cinco meses. Pienso, ahora, en la inocencia y normalidad de los días previos al evento: nuestros almuerzos y mis tardes de lectura en su casa, las compras en la verdulería de enfrente, los animales que adoptó, sus planes, nuestras caminatas, sus guitarreadas, las siestas, las fotos que sacamos, el cielo gris del invierno, el disco de Led Zeppelin que le regalé, los vientos helados de agosto. Pienso en la luminosidad de esos días y en el increíble y repentino quiebre. De repente, había una enfermedad avanzada que ni él percibía y nos quedábamos sin tiempo. La vida que teníamos se derrumbó y tocaba naufragar o hundirse en los días que venían.
De chiquita. Paulina Fiscella sorprendida por la cámara de fotos con su padre detrás.Cuando llegó de Buenos Aires, fue a vernos. Se sentó en la mesa del comedor y con mucha calma y seriedad nos contó de la enfermedad. Tenía ganas de vivir y creía en las opciones que quedaban. Mi mamá le preparó un té y hablamos. Ella también se mantuvo tranquila mientras él narraba desde la esperanza. Lo vimos flaco y dijo que había perdido 16 kilos. Nos mostró una foto de un amigo suyo que había fallecido hacía poco y nos hablaba de los tratamientos que venían. Tenía mucho miedo, pero estaba decidido a pelearla. Un rato después, mi mamá le sirvió una porción de tarta de atún.
Le saqué dos fotos con mi celular mientras hablaba. No sabía qué decirle ni qué hacer. En mi cabeza, cualquier palabra sonaba estúpida o tomada de una película. Mi mamá y mi papá estaban separados hacía 10 años y hablaban poco. Escuché su relato, vi aparecer el miedo en su mirada, pero era tan inadmisible lo que escuchaba que seguía viendo todo desde afuera. De igual modo, fui a verlo a la clínica y a su casa. Lo acompañé durante su enfermedad y lo vi irse de a poco, adaptándome a golpes a una imagen nueva de mi papá, opuesta a lo que él era.
Cálida. Esa sensación que los envolvía persiste más allá del tiempo, asegura Paulina Fiscella. Antes del quiebre, yo había dejado la carrera y estaba preparando mi vida en Córdoba. No sabía qué hacer. Me quedé todo el tiempo que pude. Nadie puede ponerse en mi lugar porque no están en mi lugar. Cuando lo visitaba, le hablaba de mis cosas, ponía nuestra música, veíamos series, cenábamos y lo miraba dormir en silencio. Quería contarle que en unos meses me iba de La Pampa, obviamente era difícil decírselo, pero le conté. Le pareció bien.
Pasaba el tiempo y él se apagaba de a poco. Estaba silencioso, cansado, resignado, los ojos de mi papá ya no estaban conmigo, ya no miraban más para adelante. Ningún hijo quiere pensar en la muerte de sus padres, nadie espera ese día ni está preparado para asumirlo. Pensaba con inocencia que se podía curar, mi cabeza no recibía la información que me daban. Nadie imagina cómo era verlo así y no poder hacer nada para que volviera a ser él. Pero toda la fatiga, el miedo y la resignación de mi papá no pudieron borrar su esencia, su inocencia, su calor y la sonrisa que se dibujaba en su cara cuando lo visitaban los amigos. No se fueron a ningún lado los recuerdos.
Fue así que los cinco meses que le pronosticaron se hicieron siete meses y medio. Su cuerpo resistió todo. Hasta el final, se ubicaba en tiempo y espacio, y reconocía a todos. “¿Ustedes cómo están?” nos preguntó a mamá y a mí una tarde. Ellos charlaron, se abrazaron y sonrieron recordando momentos. No los veía abrazarse hace una década. Mi papá se mostró arrepentido de muchas cosas y sus ojos se encendían cuando la miraba a mamá. En esos siete meses y medio, pudimos retroceder un poco el tiempo y hacer de cuenta que frenábamos las horas.
Sin embargo, ahí estaba la instancia de la despedida, se alzaba y venía sobrevolando a mí, pidiendo palabras que no quería decir. Para mí, la posibilidad de decirle adiós a una persona tan importante no existía. Mi papá y yo somos parecidos en el temperamento, en la personalidad, nos cuesta hablar, guardamos mucho adentro. Hasta su enfermedad, nunca lo vi llorar, nunca lo vi triste ni aterrado, no se abría para contarnos de su mundo interior, por eso se volcaba al arte. En sus esculturas, poemas y canciones está alojado todo lo que sentía. Y yo, naturalmente, me dediqué a la escritura desde chica con el mismo objetivo. Creábamos, así, nuestros propios universos, quizá nos íbamos muy lejos de la realidad. Y en esos últimos meses que teníamos, la realidad nos imponía la tarea de encontrar formas de despedirnos. ¿Pero cómo despedirnos? ¿Existen gestos y palabras que alcancen?
Entre el desorden de mi memoria fragmentada, tengo el recuerdo vívido de una visita de mi tía. Entró a la pieza y preguntó: “¿Cómo anda el artista?”. Mi papá rio con ironía y contestó en seco que el artista ya no existía. No podía escribir, ni tocar la guitarra, menos pintar. El golpe fue donde más dolía. Y ahí empezó a llorar. Su resistencia al dolor es la misma que veo en mí al no poder decir lo que siento muchas veces. Nos cuesta el desborde, mostrarnos lastimados, aceptar el final de las cosas.
El escultor ahora era un paciente y pronto ya no estaría más con nosotros. Sabía todo lo que él estaba sintiendo. Conozco el revés de todos los silencios de mi papá y por ese motivo lo acompañaba en su quietud. También sabía que nos quedaba el arte siempre, una de las pocas cosas del mundo que sobreviven.
Por eso, pese a mis dificultades para pronunciarme, hasta las últimas tardes que tuvimos, seguimos escuchando música y hablábamos de todo, menos del dolor. Las pausas las llenábamos de canciones, de series, de algunas sonrisas que cruzábamos. Y él aceptó el final. Creo que yo también.
La última vez que lo vi, le di un beso en la frente y me fui, aguantando el llanto. Esa fue una despedida. ¿Pero es cierto que fue la última vez que lo vi? ¿Hay una última imagen juntos?
Al recordar mi beso en su frente, me vienen muchas preguntas y viejos autorreproches, hay muchos adioses posibles, uno puede rebobinar y mortificarse por no haber hecho algo heroico, pero no existen las despedidas ideales. ¿Quién dicta las reglas del duelo y del adiós? Nadie puede imponernos nada.
Vuelvo a insistir: las vivencias desgarradoras aturden y la memoria se nubla, pero recuerdo bien mi certeza de que la muerte no me alejaba de él, de que solo se iba su cuerpo. Los consuelos eran repentinos. A los 59, mi papá se nos adelantaba y yo sabía que iba a verlo en la magia de todas las cosas que eran suyas: en su biblioteca, sus canciones y escritos. Lo veía en los acordes del rock nacional de los 80, en los señores canosos del centro, en las anécdotas que me contaban sus amigos, en el restaurante que más le gustaba.
Con el tiempo, iba a encontrarlo, de forma más honda, en los recuerdos más cálidos que teníamos. Mi mente iba directo a la infancia, a las tardes de pelopincho, a los cuentos de Graciela Montes, sus chistes, su manera de mirar la madera cuando la trabajaba, la costumbre que tenía de sacarme fotos en todo momento, nuestras largas caminatas, los helados, sus dibujos, cómo me alzaba cuando me quedaba dormida en el sillón, las vacaciones en balnearios y tantas más. Por eso, cuando se trata de un ser querido, parece no existir una última vez. El brillo y el calor de esos años persisten y, en ese sentido, siempre está la posibilidad de reconectar, de reencontrarnos en nuestra historia.
Él falleció en marzo de 2014, dos días después de mi llegada a Córdoba. Fue tanto lo que vivimos antes y después de la enfermedad, que el inevitable desenlace ya lo había sentido muchas veces. Solo era un paso más. Sentía que la muerte no era una distancia tan pronunciada para dos que se quieren tanto. Pienso, además, que el abrazo que se dieron mis papás y la aceptación que vi en él me aportaron la tranquilidad que requería como hija.
Luego de su muerte, la misión que quedaba fue la de conciliar su imagen. Elegí separar lo bueno, rememorar desde el amor y la complicidad. Uno revisita a la persona muchas veces, pero el balance es la despedida más cabal que encontré para poder comprender todo, incorporando a mi historia el papel que ocupó mi papá y las enseñanzas que me brindó. Pude reconocerlo en su humanidad, sopesar lo bueno y lo malo, entender y aceptar sus falencias, para finalmente tomar distancia de lo vivido. Tocaba seguir adelante, sin más.
Con el paso de los años, cobró sentido cada vivencia y valoré los gestos. Cómo me motivaba a estudiar, a leer, a cantar. Agradecí lo hermoso, acepté lo imperfecto, entendí su dolor y afronté el final de las cosas. En mi hogar, el arte nunca fue una imposición, sino un llamado. Estaban los pinceles, guitarras y libros llenando las salas de la casa. Tenía (y tengo) todo lo que él me había dado.
Al hablar de conciliar la imagen paterna, vuelve a mí, como a Sophie, la protagonista de la película “Aftersun”, un viaje que hicimos juntos un verano. Pero no voy a hablar del mar ni de los caracoles en la orilla. Cuando volvíamos de Mar del Plata en el micro, paramos en una terminal, me bajé sola y fui al baño sin lentes. Cuando salgo y miro hacia la hilera de colectivos, me desesperé porque no veía cuál era el nuestro. Pensé que iba a arrancar sin mí, pero justo me toca la espalda mi papá, me doy vuelta, me sonríe y volvemos al micro. Él siempre volvía a mí en silencio.
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Paulina Fiscella es escritora, correctora y periodista cultural. Dictó talleres literarios para niños y adultos, y redactó notas para la revista Liberoamérica y Radio Kermes. En 2021, su libro “Cédula de identidad”, fue seleccionado por el Fondo Editorial Pampeano y forma parte de la colección FEP 2020. En 2023, representó a La Pampa en el Ente cultural Patagonia, en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su libro “Para ahuyentar la muerte” fue seleccionado por el Fondo Nacional de las Artes. Cuando no corrige o escribe, sale a caminar y tomar fotos por Santa Rosa, donde vive y disfruta de la cocina, la música y sus amistades.