El ambiente en la redacción aquella mañana de 1983 parecía relajado. O así lo recuerdo ahora. Su-pongo que ETA no atentó ese día y que el gobierno socialista de Felipe González gozaba de buena salud. Subía de la cafetería, del segundo o tercer café -entonces tomaba mucho café- y de vuelta a la plantación -como llamábamos al espacio abierto donde trabajábamos- agrupados por secciones. La secretaria de Augusto Delkader me comunicó que me personara en su despacho. El director adjunto me invitó a sentarme; sobre la mesa, entre carpetas, cuadernos y periódicos, tenía abierto «El País» de ese día donde yo firmaba una noticia local. No recuerdo el tema, pero sí el fondo.
Había calificado como “anciana” a una mujer de más de sesenta años: “¿En qué mundo vives? ¿No eres capaz de distinguir entre alguien mayor y un anciano? Pon más atención y que no vuelva a ocurrir”, ordenó farfullando. Al volver a la mesa, los compañeros me miraron expectantes: “Nada, que he llamado anciana a una señora mayor”, conté conteniendo la sonrisa y la carcajada fue general. Vivía inmersa en la Movida madrileña, sin amo ni dueño, pero no volví a cometer el error de aplicar ese sustantivo a la ligera.
Juntos. Con su marido y sus dos hijos, intentando compatibilizar trabajo con familia.Cuatro décadas después, convertida en una “anciana” de 64 años me despedía de la redacción en una jubilación voluntaria y anticipada. “¡Qué sorpresa! Si no lo aparentas”, me abordó en el ascensor en tono amable una jovencísima directora adjunta que acababa de enterarse de mi retirada. Me limité a sonreír ante lo que sonaba como un piropo, envenenado supongo. ¿Qué esperaba? Las nuevas generaciones se vestían de morado para celebrar el 8 de marzo, usaban el sacaleches en los lavabos y lanzaban consignas feministas en el chichichat. Pero yo nunca fui una buena camarada, ni siquiera de mí misma. A los treinta, tras mi primer parto disfruté de cuatro meses de baja, acababa de implantarse como una medida de ayuda a la maternidad, y con el segundo opté a la jornada reducida, debí de ser de las primeras y, entonces -finales de los años noventa- no estaba nada bien visto, ni siquiera entre las mujeres con mando. No me quejaba, aunque flipaba con lo mucho que había cambiado todo en apenas una década.
Por eso cerré la puerta sin mirar atrás. Cero nostalgia o enfado. Quizás un poco de vértigo. Perdí dinero y ¡poder! Pero vivía tranquila. Acaso era eso que llaman la felicidad. Convertida en una de los nueve millones de pensionistas de la Seguridad Social, la jubilación llegó mentalmente como unas vacaciones después de cuatro décadas en una redacción. Ese estado de ánimo duró unos cuantos meses y fue placentero. Después, como sin darme cuenta, me adapté a mi nueva vida y fui cargándome de obligaciones. En mi último destino como redactora jefa de El País Semanal resolvía cuarenta cosas al día, contestaba tropecientos correos y aguantaba un par de reuniones diarias, muchas larguísimas e improductivas desde el minuto quince, pero eso terminó. He dejado de abalanzarme compulsiva sobre el correo electrónico y ya no necesito ni agenda. Sigo escribiendo porque me gusta, a ratos como freelance o en proyectos de más largo alcance, pero voy lenta, carezco de disciplina y me distraigo con el vuelo de una mosca. El teléfono ya no suena con urgencia y las fuentes, siempre amables, te relegan a un discreto segundo plano. O tercero.
En Marruecos. Una de sus coberturas al poco tiempo de comenzar en periodismo.Los cambios en la esperanza de vida, la salud y lo heterogéneo del colectivo del que formo parte no ayudan al encasillamiento, pero la fragilidad va haciendo mella, vivo en el presente y no me fijo objetivos a largo plazo. Eso sí, conviene saber elegir las batallas. Se impone apurarse y aprovechar para ver mundo antes de que pase algo…
No me veo como una de esas abuelas con la foto del nieto en el whatsApp. Tampoco he vuelto a la Universidad, no participo en ningún coro y no me he apuntado a ningún cursillo sobre cómo elaborar la pasta, pero me mantengo activa. Arranqué mi retiro con una visita a Estocolmo, donde viven mi hijo mayor y su mujer, aún no conocía esa espléndida ciudad. Sigo recorriendo esa y otras capitales en temporada baja. Desde el covid huyo de las multitudes. Pero, ¡socorro! Para viajar conviene mantenerse en forma; cargar con las maletas, aunque sean equipaje de mano, resulta cansador, tienes que caminar mucho por los aeropuertos y subir y bajar de transportes públicos.
Mi madre solía decir que la vejez es acostumbrarse a perder. Que mala es la tercera edad en el aspecto físico, no así en el mental (de momento). Cada mañana al saltar de la cama compruebo que me duele algo distinto, una molestia pasajera que me recuerda que vivo al borde del precipicio. Mi nivel de hipocondría no llega al extremo de abalanzarme sobre internet en busca de la causa que me desazona con resultados, seguramente, aterradores. Pero tampoco tan despreocupada como para no agobiarme en cuanto me sube la fiebre: “¡Ay! ¿será ahora?”. La lista de amigos con enfermedades graves o desaparecidos no para de crecer. Cada día que pasa me doy cuenta de que necesito tiempo. Tiempo útil con libertad de movimientos ¿Cuánto me queda para disfrutar?
Te ves joven y te mueves con soltura, pero te ves obligado a vivir como alguien mayor, aunque sientas que conservas la cabeza en tu sitio, elijas con cuidado tu ropa y te rías con frecuencia. Los estereotipos funcionan. En el Metro te ceden el asiento, pero declinas la invitación con un “no, muchas gracias” amable.
La jubilación se corresponde con un estado de ánimo y mejor aceptarla de manera gozosa. El mundo está lleno de viejos, ancianos y personas de la tercera edad que no saben qué hacer con su vida, descuidados hasta de aliño e higiene. Derrotados que solo salen de casa para comprar y su conversación discurre entre recuerdos del pasado y opiniones, casi todas negativas. Hay algo en la manera de andar, un ligero tambaleo, que los (nos) define. ¿Será el efecto de las pastillas? Consumo fármacos para el colesterol, la artrosis y los problemas de sueño. Eso combinado con ejercicio y dieta en la que no faltan la cúrcuma ni el jengibre.
Con la “libertad” recuperé las clases en el gimnasio. En esto, como en muchas otras cosas, me defino como fija inconstante. Llego puntual y estiro a fondo al acabar. Eso sí, en horario de mañana y con precios especiales para un público veterano que carece de obligaciones. Todos con equipos súper conjuntados. Desde el sujetador a la braga todo es diseño. En general, como en el colegio, las mujeres tendemos a juntarnos entre nosotras y los grupos se establecen por edades. Me fijo a mi alrededor y somos mayoría, nosotras, las mujeres vamos a todas partes y no solo nos interesa el deporte. Teatro, exposiciones y excursiones se llenan de señoras, con canas o teñidas de rubio, con cintura o sin ella, pero dispuestas disfrutar de la velada y tomarse un algo después. A ellos, aunque se depilen hasta las ingles, les cuesta más moverse.
Las tendinitis suenan como lesiones propias de los que se machacan; hay dolencias físicas que reaparecen, algunas amigas cuentan que se han operado de cataratas (“una intervención sencilla, apenas 15 minutos de quirófano, y no vuelves a usar las gafas”); entre los chicos, mejor dicho, los hombres, la operación de menisco o de próstata. Todos contamos con un fisio de cabecera, el equivalente en importancia a los psicólogos del siglo pasado.
Estoy al tanto de series y estrenos, sigo las novedades literarias y comparto comidas -bien, pero que muy bien regadas- con colegas de épocas distintas. Procuro no frecuentar a esas parejas aburridas, siempre en disputa. Tengo marido desde que ingresé en la facultad de Ciencias de la Información y nos seguimos divirtiendo juntos. Algunas amigas, que como yo disfrutaron de la revolución sexual, se dicen felices porque la libido dejó de molestarlas. “¿Qué necesidad?”, me preguntaba una de ellas ya retirada del sexo. Prefiero escuchar a las que se trabajan el suelo pélvico a tope, disponen de sus juguetes eróticos next generation o buscan en las páginas de contacto un acompañante, de menor edad, pero sin pasarse. Una de las más enrolladas, me contaba hace unos días que les habían impedido el paso, a ella y su noviete, a uno de esos locales de intercambio de parejas. Vetados por mayores. Lo que nos faltaba.
La política, ya saben, es un desastre. Si tocamos temas candentes, nos acaloramos, así que mejor evitarlo. Tiene gracia que ahora seamos todos antifranquistas, incluso los que cuando pudieron no movieron un dedo contra la dictadura. Y es que mi generación sí conoció la dictadura. Claro que, como dice Fernando Savater, negar a Franco en pleno siglo XXI suena tan arriesgado como decir que Calígula era malo.
Hace un rato salí a caminar y, de paso, comprar el pan, en uno de esos establecimientos que parecen boutiques: masa madre, brioches y granola de arándanos. Media mañana y el sol brillando. Me cruzo, sobre todo, con gente mayor en deportivas o con una chaqueta a plumas, una de las prendas que más daño han hecho a la estética; van a la compra en pareja, algunos con perro y otros con andadores o apoyados moralmente por un cuidador o cuidadora, pero todos atentos a dónde pisamos. A esta edad una caída puede ser fatal. En la plaza al lado de casa, tres ancianos con el abrigo puesto pedalean sentados en un banco. Al cruzar la tapia de un colegio, escucho el ruido que generan los niños en el patio. Faltan unas horas para que la calle recobre la agitación con gente de toda clase y condición moviéndose en todas las direcciones.
Mis hijos me regañan -y mira que me lo explican- porque no manejo bien las redes sociales, porque cruzo la calle en rojo si no pasan coches o les cuento reiteradamente la misma anécdota. Les replico que pertenezco a la primera generación que tomó la píldora y que acudió de forma masiva a la Universidad, pero ellos andan preocupados. Mis despistes no nacen ahora. Los íntimos me llaman Amelie, como la protagonista de esa película francesa a la que le gustaba intervenir en la vida de los demás. No quieren, tampoco yo pero no sé si está en mi mano, que acabe como mi madre, culpando al portero de la finca de haberse llevado los huesos de jamón que guardaba en la alacena para el guiso. Hasta entonces sigo encantada de la vida.
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Amelia Castilla es periodista. Estudió Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid y ha desarrollado su carrera básicamente en el diario El País, de España. A lo largo de cuatro décadas, ha trabajado en casi todas las áreas del periódico. Policiales y crónicas centraron su tarea en los primeros años, hasta que dejó la calle más dura para formar parte de la sección de Cultura y del suplemento Babelia. La última etapa ejerció como redactora jefa del suplemento dominical El País Semanal. Entre otros libros ha publicado “Mis entierros de gente importante” y “La Mar de Paco”.