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31 octubre, 2024

Mundos íntimos. Durante años mentí: inventaba vidas que no tenía para resultar más atractivo y para ocultar la realidad.

Cuando tenía 13 años, en 1981, quería irme de mi casa y la mejor salida se veía en una propaganda televisiva de las Fuerzas Armadas que prometía acción de guerra. Mi padre era alcohólico y reaccionaba violentamente contra mis hermanos, mi madre y yo. Nuestro comportamiento se manifestaba en la escuela, por eso mentíamos, nadie debía enterarse de nuestra situación. Vivíamos en Saavedra, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires. La huida hacia San Antonio Oeste, el pueblo de mi madre en Río Negro, era nuestro escape. Lo hicimos una noche en que mi padre dormía luego de una de sus borracheras. La noche anterior, yo le quité un arma para que no matara a mi madre. En el forcejeo le golpeé en la cara, cayó al piso y le di unas patadas.

Tenía 14 años cuando llegamos a San Antonio Oeste, y por algún intersticio del inconsciente, algo se había liberado en mí. Le mentía a mi madre, le contestaba mal, no estudiaba en la nueva escuela secundaria, pero hacía buenos amigos. Iba a bailar al boliche del pueblo, me puse de novio y trabajaba en una tienda. El mar rodeaba al pueblo de tal forma que su olor inundaba de fragancias saladas y pedregosas al mezclarse con las jarillas. Algo que se impregnó en mi olfato y que buscaba luego de que mi madre decidiera por su cuenta, anotarme en las Fuerzas Armadas en Bahía Blanca. Mientras me hacían una revisión general de mi aptitud física, ella firmaba papeles. Uno de ellos fue el de ceder la Patria Potestad. El producto de una transferencia directa de ella hacia la Armada, era yo. En ese único año que viví en San Antonio Oeste, entendí que mi madre era tan violenta como mi padre.

En Península de Valdés. Pablo Bigliardi delante de un barco en el que trabajaba de cocinero.En Península de Valdés. Pablo Bigliardi delante de un barco en el que trabajaba de cocinero.La Escuela de Mecánica de la Armada, me recibió un caluroso 16 de enero de 1984. Fui denominado ANPA, aspirante naval de primer año. Éramos miles y en un aula nos tomaron pruebas de aptitud intelectual. Creyendo en que me irían a echar si rendía mal, me dieron la especialidad de cocinero por burro. La primera consigna fue bailar sin parar o sea: carrera de mar, cuerpo a tierra, desfilar. La segunda, odiar a cualquiera de los camaradas por sobre toda circunstancia. Lo demás fue decantando por sí solo, la desconfianza, el robo del toallón, los pitazos a las cinco de la mañana.

En julio volví a San Antonio Oeste. Tenía quince días para reencontrarme con mis amigos, bailar en el boliche, besar a mi novia y vivir la vida civil que me separaba de la situación castrense. En invierno no hay tanto olor a mar ni jarillas, tenía que esperar a septiembre. El último día de esas vacaciones de invierno mi madre había hecho ñoquis, mi plato preferido. Frente al plato que había añorado me puse a llorar. Me levanté de la mesa y salí a caminar solo. Fue la última vez que lloré.

Punta Perdices. En San Antonio Este, uno de los lugares preferidos de Pablo Bigliardi para recordar.Punta Perdices. En San Antonio Este, uno de los lugares preferidos de Pablo Bigliardi para recordar.A fin de año me trasladaron a Punta Alta, ciudad en la que estaba la Base Naval de Puerto Belgrano, en donde se había decidido mi destino. Bahía Blanca estaba cerca. La Base Naval era como otra ciudad: batallones, cuarteles y buques fondeados en una dársena. En uno de esos buques cociné junto a otros camaradas durante cuatro años para una dotación estable de 200 personas. Navegábamos dos veces por mes hacia Ushuaia, Río Gallegos, Río Grande, Península Valdés o Mar del Plata.

Los fines de semana de franco, cuando solíamos salir a caminar en la ciudad de Punta Alta, algunas personas nos miraban con desprecio. Otras veces iba al departamento de mis hermanos que estudiaban carreras universitarias y mi madre les otorgaba una ayuda. Los sábados íbamos a bailar al Club Universitario y para que las chicas me aceptaran en ese ambiente, mentía que estudiaba Abogacía, una carrera que en aquel momento no se daba en Bahía Blanca. Una chica que conocí bailando me había contado que estudiaba por medio del CELID, el Centro de Estudiantes Libre de Derecho y que iban una vez por mes a rendir a Buenos Aires. El speech funcionaba, pocos estudiaban la carrera y averigüé el nombre de algunas materias para engrosar el currículum. La gente empezaba a odiar ese pasado cercano a la participación de las Fuerzas Armadas en la dictadura Militar. Además, era un quemo ser cocinero. La década del ’80 expulsaba a los gronchos.

A fin del año 1989, me fui de la Armada. Finalizaba el contrato por cinco años;si me quedaba, hubiera ascendido a cabo primero. Me quedé viviendo en Bahía Blanca en la casa de mis hermanos. Entré en un estado de purgatorio, como un zumbido similar al tinnitus en donde recomponía mi yo en silencio. Era un sentimiento angustioso de nulidad que no me permitía hacer nada salvo un curso acelerado de peluquería. Empecé a trabajar de lo que conocía en rotiserías o restaurantes. En esas cocinas vaporosas revisaba mis mentiras: la hipérbole seguía siendo mi mayor recurso oral.

La gran anteojera que me había colocado el 16 de enero de 1984 se iba retirando mientras observaba el nuevo paisaje humano: veía a la gente quejarse a bocinazos por un semáforo en rojo o una riña extrema por alguien que había tirado un papelito al piso. Pero aspiraba el aire fresco. En el buque vivíamos encerrados en cuartos de chapa pequeños y el aire ingresaba por tubos de ventilación. Había vivido en un estado fronterizo de acciones adentro: hacer la comida para los militares y acatar órdenes. Afuera trataba de terminar la secundaria en Bahía Blanca y de no ser tan brusco. Pero mentir continuaba siendo mi patria segura, una comodidad para que los demás creyeran que había superado todo. Mi estado universitario del CELID era una ganga.

Me puse de novio con una chica bahiense que sospechaba de mis mentiras. Trabajaba de cartero en una mensajería y luego ingresaba al EEMPA para terminar la secundaria. Nos veíamos los fines de semana y agrandaba casi todas las circunstancias vividas en la semana. El noviazgo duró poco, tuvo que padecer reacciones irritantes y largos silencios. Quedé solo y vino una crisis que fue paliada con la lectura. El primer libro que leería, “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias, estaba por una casualidad: una novia de mi hermano mayor. Lo devoré, le pedí más libros y algo hizo clic.

Tras el purgatorio en Bahía Blanca, vine a vivir a Rosario en 1991. Conseguí trabajo en una peluquería y me puse de novio con Erica. Ingresaría a la Facultad de Comunicación Social, me sentaría en un pupitre y descansaría por primera vez frente al logro, al sueño vislumbrado que se materializaba. Una causa menos por la cual mentir. Pero un sueño recurrente de encontrarme frente al buque junto a camaradas de la ESMA, ordenaba que debía volver a trabajar en la cocina y por tiempo indeterminado navegar hacia el sur. En otros sueños mi padre se acercaba pasivamente para hablar. El sueño castrense me producía una angustia que duraba horas, el segundo un rechazo agresivo.

En 1997 murió mi padre, en Saavedra. Erica me despertó para darme la noticia con el teléfono en la mano. Mi hermano quería cruzar alguna palabra, le respondí a Erica que después hablaría y seguí durmiendo. Fui a mi peluquería una hora antes del horario comercial. Mi fanatismo por la literatura se manifestaba con una enorme biblioteca de libros que convivía entre tijeras, secadores y muebles de peluquería. Mi primer libro publicado, “Determinación”, fue en el año 2013 y contaba mi paso por la Armada. Todo lo que vivía mi personaje era lo que hubiera querido que me pasara. La ficción ordena los problemas de la mentira y de paso redime. “Si no mentís, nadie te va a creer”, me decía.

Mi hermano no llamó más. Nuestra infancia estuvo signada por una competencia atroz que dirigió mi padre manipulando, nombrándonos por sobrenombres hirientes que marcaban nuestros defectos y terminábamos golpeándonos. Pero los sueños recurrentes volvían. Mi padre aparecía como un esqueleto cortado por la mitad que se arrastraba para llegar hasta mí. Mi madre se sumaba a la saga porque también había muerto algunos años después, pero con ella hablábamos palabras inentendibles. Fue la persona más importante de mi vida, ¿lo fue? Teníamos muy poco en común, ¿le debía algo? En el libro “Determinación” no salía para nada favorecida. Yo debía crear algunos contrapuntos y ella nunca me lo perdonaría.

Mis primeros años de matrimonio tenían como lugar común las vacaciones en San Antonio Oeste. El fin concreto de esas visitas era respirar el mar y las jarillas. Aspirarlo todo para traerlo hasta Rosario y tenerlo cerca. Algunos días después empezaban los reclamos de mi madre. Por qué me había ido de la Armada si ahí tenía ropa, comida y vacaciones; por qué a la salida de la Armada no había vuelto a casa para ayudarla. Para mi madre, yo debía ser esa familia creada junto a mi padre y hermanos, pero no reconocía a Erica y mis hijas como la familia que yo había construido.

En el año 2019 publiqué el libro “Al pie del sillón” en donde contaba todas las penurias vividas durante el primer año en Rosario, más todo lo divertido de la convivencia con las clientas en mi peluquería. Una de esas penurias fue comer las sobras que dejaba la gente en las mesas de afuera de los restaurantes. Era empleado en una peluquería en donde pagaban muy poco y alcanzaba sólo para el alquiler del departamento. Nunca quise contarlo, pero al final lo conté y lo publiqué. Contradicción que descubrió la mejor amiga que me haya dado Rosario, Beatriz Vignoli. Una de las escritoras más influyentes del país, escuchaba mis mentiras: le había dicho que eso no me había pasado. “¿Entonces?”, dijo ella. Por primera vez estaba expuesto, no encontraba ninguna mentira para defenderme.

Yo tenía la certeza de que tenía que vivir esas penurias. Estaban destinadas para gastarlas en esos primeros 20 años vividos, o 30 sumando las crisis económicas. Las charlas con Beatriz ahondaban por los lugares comunes vividos y nos abordaba un entendimiento mutuo de padres complicados. Erica había hecho su parte quitándome con paciencia los restos de violencia acumulada. Las charlas hacían cenizas sobre el pasado.

En la literatura, no hace falta explicar más de la cuenta un tema; yo lo hacía con mis hipérboles cuando hablaba y también cuando escribía. Las largas juntadas los domingos para hablar de literatura con Beatriz, convergió en una sintonía cuya frecuencia modulada se clavó en un dial lleno de palabras. Recorríamos los bares y fondas rosarinos confirmando nuestra amistad junto a cenas con Erica. No había forma de sostener esas mentiras cada vez más inconsistentes.

No hace mucho me saqué las anteojeras. Como un limpia parabrisas antipatológico que limpió mi visión, dejé de mentir frente una liberación total de sinceridad. La literatura definitivamente me salvó. El conocimiento amplía una forma de ver el mundo, como una sinceridad que despeja el destino. ¿Hacía falta seguir mintiendo?

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Pablo Bigliardi considera que tiene dos lugares de origen: Saavedra, provincia de Buenos Aires, el lugar donde nació y San Antonio Oeste, provincia de Río Negro, de donde son oriundos sus ancestros. Actualmente vive en Rosario, es peluquero, periodista y en su tiempo libre escribe. Su primer libro “Determinación”, vendió más de 6000 ejemplares sólo en las zonas en donde vivió. También publicó el policial rural “El santo de Saco viejo” y los libros de cuentos “REM” y “Al pie del sillón”. Montó una biblioteca en su peluquería desde donde fomenta la lectura sugiriendo escritores a cuya obra también las reseña en redes sociales, diarios y revistas culturales.

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